Cómo me convertí en feminista
Tengo 12 años. Hace poco me empezaron a crecer los senos. No es mucho, pero los ando estrellando contra el mundo. Es como que un día no estaban y al siguiente, ahí están. Pero yo sigo teniendo doce, soy una niña. Un día camino hacia mi casa desde la panadería, voy pensando en cualquier cosa, menos en el mundo, cuando siento el roce: me giro rápido, el chico de unos 17 años, me hace gestos obscenos mientras yo, muerta del pánico, intento acelerar el paso. Por dentro grito, pero en realidad no digo nada, ni una sola palabra. Es la primera vez que me tocan en la calle. No será la última.
Voy a cumplir 15. Mi mamá me dice que debo usar tacones y yo hago caso. Un domingo salgo de paseo con mi papá. Caminamos mil kilómetros con mis tacones. Regreso a casa y le digo a mi mamá que "nunca jamás en la vida" me voy a vestir como a ella le parezca. Cumplo mi promesa.
Tengo 17. Estoy en el colegio, el lugar donde más fuera de lugar me siento. Conozco a un chico. No me gusta para nada. Pero mis compañeras dicen que es perfecto para mi, que deberíamos hacernos novios. Y eso hacemos. No nos vemos nunca, pero me manda cartas que me veo obligada a leer frente a todo el salón de clase. Muero por dentro. El noviazgo dura un mes. Estoy segura de no estar hecha para esto.
Tengo 18. Entro a la universidad, me corto el pelo, me pongo ropa ancha. Odio ser mujer. Mi papá piensa que me estoy volviendo lesbiana. Pero yo solo quiero tapar todo lo que me hace mujer. No soporto serlo. Quiero ser hombre. No quiero tener que preocuparme por mi virginidad. No quiero tener que preocuparme por tener un novio. No quiero ser linda. No quiero que nadie me toque. Pero miento. Un año después emprendo la estrategia contraria. Mis amigos dicen que si ellos fueran mujeres, serían "bien putas". Yo quiero serlo. Me beso con todo el que se deja besar. Me acuesto con algunos. Es mi cuerpo, pienso, hago lo que quiero. No me importa lo que nadie piense. Pero otra vez miento. Un día, estoy trabajando en un proyecto, llego tarde a una reunión, me esperan dos chicas. Ellas no me conocen. Aterrizo en medio del relato de un chisme. A una de ellas le contaron sobre una chica que se besó con dos en una fiesta. "¡Mucha puta!"- responde la otra. Escucho toda la descripción, tardo un momento en entender que hablan de mi, sin saberlo. Ya soy una puta. Y no me gusta. Grito por dentro. Es mi cuerpo, hago con él lo que quiero. Pero otra vez me quedo en silencio.
Trabajo en un canal de televisión. Un día hago una entrevista en mi universidad y estoy feliz. Me pinto los labios rojos y les hago juego con un cinturón. Llevo falda. Me siento bella. Mis entrevistados me preguntan dónde estudié periodismo y no me creen que estudié ahí, en ese mismo campus. No, yo, con esa falda y esos labios rojos, tengo que venir de otro lugar. De un lugar más frívolo. Al parecer mis labios rojos son una traición al claustro y al conocimiento. Los pinto y mi coeficiente intelectual disminuye drásticamente. Sonrío. Estúpidos.
Sigo trabajando. Tiempo después, yo mando. Y mando de la peor manera. Lo hago porque estoy convencida de que no hay otra forma, soy mujer, tengo que ser una perra aunque me duela. Un día voy a entrevistar a un cantante llanero. El personaje se obstina en hablarle solo a mi sonidista (a mi no, por mujer; a mi camarógrafo no, por negro). Me rindo. "Decile que vamos a grabar la entrevista aquí" -le digo a mi sonidista. Soy invisible. Como odio ser mujer.
No tengo amigas. A una la dejé cuando su novio le pegó y ella regresó con él una semana después. Odio a las mujeres, odio que sufran por amor, odio a las que hablan mal a mis espaldas, odio a la que llama a mi casa y le dice a mi mamá que soy una puta. Planeo irme lejos, lejos.
Lo decido: me voy a vivir a Argentina. Muero de ganas por irme por tierra. Mi mamá tiene miedo. Yo también. Al final me tomo un avión. Doce horas, una escala. Estoy en la punta del mundo. Sé que debí haber hecho ese viaje por tierra.
Me quiebro en mil pedazos. Miro los fragmentos, no me reconozco. Y de pronto, me doy cuenta: a mi nadie me explicó qué era ser mujer. Mi inventario solo tiene cosas feas. Vergüenza: la primera vez que tuve que ir a comprar toallas en la tienda. Miedo y más miedo: una vez que un hombre grande intentó poner su mano entre mis piernas o esa vez en la universidad cuando el encargado de la sala de sistemas cerró la puerta para decirme que yo le parecía muy linda, mientras yo no dejaba de sonreír y buscaba la forma de salir de ahí. Asco: la cantidad de veces que mis profesores en la universidad me dijeron que tenía lindas piernas y yo, otra vez, sonreía. Porque al parecer, eso era lo que me habían enseñado a hacer: sonreír, no gritar, no responder, mirar para otro lado, hacer como que no era conmigo. Pero si era. Era siempre conmigo, con ese cuerpo de mujer que al parecer no era mio, porque todos tenían derecho a tocarlo, a criticarlo, a decidir como se debía ver, qué debía hacer.
Tengo casi 30. Una y otra vez me preguntan cuándo voy a ser madre. Los mando a todos a la mierda. Mi amiga me cuenta que su padre está convencido de que las mujeres ya no tenemos el mandato de ser madres. Él, un hombre, está convencido. Mirá, qué cosa.
Levanto todos los pedacitos de mi. Me voy de retiro, hago yoga, tomo flores de Bach, me hacen reiki. Estoy desesperada. Le rezo al universo, aunque soy agnóstica desde los 14. Me sale un quiste en el útero: tanto odio contenido tiene fruto. Sé que es eso y nadie puede convencerme de lo contrario. Mi odio me hizo madre de una bola de carne del tamaño de un puño.
La situación es insostenible. O me amigo con mi lado femenino o no sé dónde voy a terminar. Y empieza a pasar. Mis amigas del alma me encuentran. No son muchas, pero son suficientes para hablar noches enteras. Nos emborrachamos y descubrimos que todas estamos jodidas, rotas. Veo a cada una cosiéndose como mejor puede. Así que busco mi propia aguja e hilo. Yo soy mala con las manualidades pero me gusta leer, así que me coso con ideas: leo sobre otras mujeres, leo sobre feminismo. ¡Ah! Pero si somos millones las que hemos pasado por lo mismo, millones las que hemos sufrido y odiado. Pienso en mi abuela, pienso en mi madre. Voy a una marcha. Veo a otras mujeres gritar, me emociono. Voy a un tetazo. Me quito la blusa, el corpiño, me arranco el maldito miedo del cuerpo.
Empiezo a entender algunas cosas, por fin comprendo tanto sentirse fuera de lugar. "Así no se sienta una señorita... las mujeres no hacen esto, no hacen lo otro" y yo queriendo siempre llevar la contraria, hacer lo mio. Yo intentaba ser rebelde, pero las reglas pesan, el sistema asfixia. El machismo puede ser sutil pero es siempre despiadado. Y si estás sola, te va comiendo la cabeza, haciéndote sentir loca, histérica. Pero no soy yo la que está mal. No somos nosotras.
Dejo de maquillarme. Me convenzo de que mi cara no tiene nada malo que deba ser tapado. Y no sé si será de tanto repetírmelo pero ahora, cuando me veo en el espejo, no encuentro las ojeras que me mortificaban, ni esa palidez de hace unos años. Tal vez tengo el rubor de sentirme, por primera vez en mucho tiempo, feliz dentro de mi propio cuerpo.
Peleo con mi pareja, una y cien veces. "Yo no soy tu sirvienta, vas a tener que aprender a hacerte responsable de la casa, como yo". Lo digo una vez, otra. Un día él extiende la ropa que estaba en la lavadora. "Gracias"- le digo. "Gracias por qué si es mi responsabilidad"- responde y yo lo miro con cara de no creerle a él y de no creerme a mi. Otro día lo hablo con mi papá y él me mira con esa cara de "justo me tocó una hija loca". No hay caso. Cómo le explico a mi papá que a él y a mi nos oprime lo mismo. Que su dificultad para decir cómo se siente la generó el mismo sistema. El sistema que a mi me decía cómo sentarme y a él que los hombres no lloran, no sufren, no demuestran. Vamos paso a paso.
Hoy, sigo teniendo 12, 15, 18, veintipico y este año cumplo 34. Lo que se vive no pasa, solo se sedimenta. Hoy estoy convencida de que hay mucho por romper. La violencia epidémica contra la mujer es una respuesta a nuestra lucha: estamos cambiando paradigmas y eso molesta, enloquece. Pero no hay manera de volver atrás, porque atrás -para mi, para muchas- solo hay miedo, asco, vergüenza.
Lo que entendí hace unos meses mientras pelaba papas en un retiro, lo que me gritó mi cuerpo durante años, es la imposibilidad de ser alguien más que quien soy realmente. Y así me descubrí mujer, mi mujer: sin maquillaje, despeinada, sentada siempre con los pies sobre la silla, respondiendo sin tacto a las preguntas de los demás, en zapatillas (porque son increíblemente cómodas), sin hijos, casada pero libre, enamorada pero no atada. Y lo más bello de todo ha sido descubrir a tantas mujeres, tan diferentes unas de otras, todas intentando armar sus propias reglas.
Así me convertí en feminista.
Voy a cumplir 15. Mi mamá me dice que debo usar tacones y yo hago caso. Un domingo salgo de paseo con mi papá. Caminamos mil kilómetros con mis tacones. Regreso a casa y le digo a mi mamá que "nunca jamás en la vida" me voy a vestir como a ella le parezca. Cumplo mi promesa.
Tengo 17. Estoy en el colegio, el lugar donde más fuera de lugar me siento. Conozco a un chico. No me gusta para nada. Pero mis compañeras dicen que es perfecto para mi, que deberíamos hacernos novios. Y eso hacemos. No nos vemos nunca, pero me manda cartas que me veo obligada a leer frente a todo el salón de clase. Muero por dentro. El noviazgo dura un mes. Estoy segura de no estar hecha para esto.
Tengo 18. Entro a la universidad, me corto el pelo, me pongo ropa ancha. Odio ser mujer. Mi papá piensa que me estoy volviendo lesbiana. Pero yo solo quiero tapar todo lo que me hace mujer. No soporto serlo. Quiero ser hombre. No quiero tener que preocuparme por mi virginidad. No quiero tener que preocuparme por tener un novio. No quiero ser linda. No quiero que nadie me toque. Pero miento. Un año después emprendo la estrategia contraria. Mis amigos dicen que si ellos fueran mujeres, serían "bien putas". Yo quiero serlo. Me beso con todo el que se deja besar. Me acuesto con algunos. Es mi cuerpo, pienso, hago lo que quiero. No me importa lo que nadie piense. Pero otra vez miento. Un día, estoy trabajando en un proyecto, llego tarde a una reunión, me esperan dos chicas. Ellas no me conocen. Aterrizo en medio del relato de un chisme. A una de ellas le contaron sobre una chica que se besó con dos en una fiesta. "¡Mucha puta!"- responde la otra. Escucho toda la descripción, tardo un momento en entender que hablan de mi, sin saberlo. Ya soy una puta. Y no me gusta. Grito por dentro. Es mi cuerpo, hago con él lo que quiero. Pero otra vez me quedo en silencio.
Trabajo en un canal de televisión. Un día hago una entrevista en mi universidad y estoy feliz. Me pinto los labios rojos y les hago juego con un cinturón. Llevo falda. Me siento bella. Mis entrevistados me preguntan dónde estudié periodismo y no me creen que estudié ahí, en ese mismo campus. No, yo, con esa falda y esos labios rojos, tengo que venir de otro lugar. De un lugar más frívolo. Al parecer mis labios rojos son una traición al claustro y al conocimiento. Los pinto y mi coeficiente intelectual disminuye drásticamente. Sonrío. Estúpidos.
Sigo trabajando. Tiempo después, yo mando. Y mando de la peor manera. Lo hago porque estoy convencida de que no hay otra forma, soy mujer, tengo que ser una perra aunque me duela. Un día voy a entrevistar a un cantante llanero. El personaje se obstina en hablarle solo a mi sonidista (a mi no, por mujer; a mi camarógrafo no, por negro). Me rindo. "Decile que vamos a grabar la entrevista aquí" -le digo a mi sonidista. Soy invisible. Como odio ser mujer.
No tengo amigas. A una la dejé cuando su novio le pegó y ella regresó con él una semana después. Odio a las mujeres, odio que sufran por amor, odio a las que hablan mal a mis espaldas, odio a la que llama a mi casa y le dice a mi mamá que soy una puta. Planeo irme lejos, lejos.
Lo decido: me voy a vivir a Argentina. Muero de ganas por irme por tierra. Mi mamá tiene miedo. Yo también. Al final me tomo un avión. Doce horas, una escala. Estoy en la punta del mundo. Sé que debí haber hecho ese viaje por tierra.
Me quiebro en mil pedazos. Miro los fragmentos, no me reconozco. Y de pronto, me doy cuenta: a mi nadie me explicó qué era ser mujer. Mi inventario solo tiene cosas feas. Vergüenza: la primera vez que tuve que ir a comprar toallas en la tienda. Miedo y más miedo: una vez que un hombre grande intentó poner su mano entre mis piernas o esa vez en la universidad cuando el encargado de la sala de sistemas cerró la puerta para decirme que yo le parecía muy linda, mientras yo no dejaba de sonreír y buscaba la forma de salir de ahí. Asco: la cantidad de veces que mis profesores en la universidad me dijeron que tenía lindas piernas y yo, otra vez, sonreía. Porque al parecer, eso era lo que me habían enseñado a hacer: sonreír, no gritar, no responder, mirar para otro lado, hacer como que no era conmigo. Pero si era. Era siempre conmigo, con ese cuerpo de mujer que al parecer no era mio, porque todos tenían derecho a tocarlo, a criticarlo, a decidir como se debía ver, qué debía hacer.
Tengo casi 30. Una y otra vez me preguntan cuándo voy a ser madre. Los mando a todos a la mierda. Mi amiga me cuenta que su padre está convencido de que las mujeres ya no tenemos el mandato de ser madres. Él, un hombre, está convencido. Mirá, qué cosa.
Levanto todos los pedacitos de mi. Me voy de retiro, hago yoga, tomo flores de Bach, me hacen reiki. Estoy desesperada. Le rezo al universo, aunque soy agnóstica desde los 14. Me sale un quiste en el útero: tanto odio contenido tiene fruto. Sé que es eso y nadie puede convencerme de lo contrario. Mi odio me hizo madre de una bola de carne del tamaño de un puño.
La situación es insostenible. O me amigo con mi lado femenino o no sé dónde voy a terminar. Y empieza a pasar. Mis amigas del alma me encuentran. No son muchas, pero son suficientes para hablar noches enteras. Nos emborrachamos y descubrimos que todas estamos jodidas, rotas. Veo a cada una cosiéndose como mejor puede. Así que busco mi propia aguja e hilo. Yo soy mala con las manualidades pero me gusta leer, así que me coso con ideas: leo sobre otras mujeres, leo sobre feminismo. ¡Ah! Pero si somos millones las que hemos pasado por lo mismo, millones las que hemos sufrido y odiado. Pienso en mi abuela, pienso en mi madre. Voy a una marcha. Veo a otras mujeres gritar, me emociono. Voy a un tetazo. Me quito la blusa, el corpiño, me arranco el maldito miedo del cuerpo.
Empiezo a entender algunas cosas, por fin comprendo tanto sentirse fuera de lugar. "Así no se sienta una señorita... las mujeres no hacen esto, no hacen lo otro" y yo queriendo siempre llevar la contraria, hacer lo mio. Yo intentaba ser rebelde, pero las reglas pesan, el sistema asfixia. El machismo puede ser sutil pero es siempre despiadado. Y si estás sola, te va comiendo la cabeza, haciéndote sentir loca, histérica. Pero no soy yo la que está mal. No somos nosotras.
Dejo de maquillarme. Me convenzo de que mi cara no tiene nada malo que deba ser tapado. Y no sé si será de tanto repetírmelo pero ahora, cuando me veo en el espejo, no encuentro las ojeras que me mortificaban, ni esa palidez de hace unos años. Tal vez tengo el rubor de sentirme, por primera vez en mucho tiempo, feliz dentro de mi propio cuerpo.
Peleo con mi pareja, una y cien veces. "Yo no soy tu sirvienta, vas a tener que aprender a hacerte responsable de la casa, como yo". Lo digo una vez, otra. Un día él extiende la ropa que estaba en la lavadora. "Gracias"- le digo. "Gracias por qué si es mi responsabilidad"- responde y yo lo miro con cara de no creerle a él y de no creerme a mi. Otro día lo hablo con mi papá y él me mira con esa cara de "justo me tocó una hija loca". No hay caso. Cómo le explico a mi papá que a él y a mi nos oprime lo mismo. Que su dificultad para decir cómo se siente la generó el mismo sistema. El sistema que a mi me decía cómo sentarme y a él que los hombres no lloran, no sufren, no demuestran. Vamos paso a paso.
Hoy, sigo teniendo 12, 15, 18, veintipico y este año cumplo 34. Lo que se vive no pasa, solo se sedimenta. Hoy estoy convencida de que hay mucho por romper. La violencia epidémica contra la mujer es una respuesta a nuestra lucha: estamos cambiando paradigmas y eso molesta, enloquece. Pero no hay manera de volver atrás, porque atrás -para mi, para muchas- solo hay miedo, asco, vergüenza.
Lo que entendí hace unos meses mientras pelaba papas en un retiro, lo que me gritó mi cuerpo durante años, es la imposibilidad de ser alguien más que quien soy realmente. Y así me descubrí mujer, mi mujer: sin maquillaje, despeinada, sentada siempre con los pies sobre la silla, respondiendo sin tacto a las preguntas de los demás, en zapatillas (porque son increíblemente cómodas), sin hijos, casada pero libre, enamorada pero no atada. Y lo más bello de todo ha sido descubrir a tantas mujeres, tan diferentes unas de otras, todas intentando armar sus propias reglas.
Así me convertí en feminista.
"Así me descubrí mujer..." y sí, así nos vamos descubriendo, una a una, compartiéndonos cuando nos encontramos, cuando nos leemos, cuando nos pensamos y extrañamos, cuando queremos, y amamos tanto, y cuando tiramos la ira a la calle, o se la soltamos a alguien, o nos la tragamos y después estalla dentro y no quiere quedarse ahí, necesita salir.
ResponderEliminarMuy acertado "descubrirse", sacarse una para afuera, volverse a mirar para adentro, mostrarse, no temerse.