Adiós al tío gringo

Todo se pone en su lugar cuando se encara una muerte. Todos los grandes problemas se encogen. Todo lo que te sacaba de quicio se vuelve un fantasma, un eco lejano. La muerte es la única certeza de nuestra existencia y, aún así, estamos tan poco preparados para su llegada. No queremos pensarla, porque nos asusta, como si así pudiéramos hacerla desaparecer.

El tío John era un gringo enorme. Bien, bien gringo. Se casó con una de mis tías en Estados Unidos, adoptó a sus dos hijos. Compraron una casa enorme, de esas de película, que llenó de perros, muy a lo gringo. Y luego, por allá en los noventa, apareció en Colombia un diciembre. Se calzó un disfraz de Santa Claus que homenajeaba su panza enorme y nos llenó de regalos mientras parloteba en un spanglish difícil de seguir, pero luminoso. Así era el tío: pura luz, pura generosidad. No lo conocí lo suficiente y, a pesar de eso, el cariño que le he guardado por años es inmenso.

Se me hace un nudito en el alma al pensar en su partida pero sé que la muerte es solo un paso en la rueda enorme, ignota y sorprendente de la existencia: nunca desaparecemos, vivimos para siempre, somos recuerdos y átomos que un día fueron estrellas y volverán a serlo.

No creo haber visto al tío John más de una o dos veces en mi vida. Se pasó años trabajando y trabajando, a lo gringo, soñando un nuevo viaje a Colombia que no llegaría. A veces lo escuchaba al otro lado de la línea telefónica, en su espanglish imposible, intentando descifrar sus historias. Las llamadas fueron cada vez menos, pero el tío John nunca dejó de ser el tío John, el gringo sonriente que con solo una visita nos robó para siempre el corazón.


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