¿Qué hacemos con tanta tristeza?


¿Quién le dijo que yo era /  risa siempre nunca llanto? 
Como si fuera la primavera / ¡no soy tanto! 
(Pablo Milanés)

No hay mantra, meditación, frase motivacional o razonamiento que conjure la tristeza. No hay forma de darle batalla. No hay manera de escaparle. 

Leo en el diario que el cantante de Linkin Park se suicidó. Me entero por redes sociales que un reconocido profesor canadiense de budismo murió a causa de una sobredosis, padecía trastorno bipolar y, a pesar de años de meditación, el dolor fue más fuerte. 

¿Qué hacemos con tanta tristeza?

En diciembre de 2012 yo tuve mi propia dosis de angustia. Tras dos años trabajando como camarera en el restaurante de un hotel en Buenos Aires, sentía que mi vida era un fracaso, todos mis planes se habían roto. Estaba enojada conmigo, con mi vida, con el mundo. Un día fui a trabajar, me peleé con una compañera y terminé llorando en el baño. No me podía calmar. Agarré mis cosas, salí (en medio de mi turno, sin permiso), me tomé un taxi y llegué a mi casa. Como dice la canción, me lloré un río, durante tres horas seguidas. La tristeza brotaba sin parar. Tuve miedo de perderme en medio de esa selva tupida, tuve miedo de no volver a encontrar las certidumbres de la razón. Y, sobre todo, tuve miedo de contarle a otros lo que sentía, ese dolor profundo que me atravesaba y que parecía solo mío. 

Hace unos días me reencontré con una mujer a la que siempre he admirado y a quien no veía hace años. En el transcurso de la charla, ella me contó algo sobre sus propios tiempos de angustia. Me sorprendió. Por un lado, todos sabemos que el dolor es parte de la vida pero, por el otro, preferimos imaginar que, a diferencia de nuestra propia existencia, las de los demás son casi perfectas, siempre sonrientes, siempre instagrameables.

Desde ese tiempo en que tumbó la puerta, la tristeza se ha vuelto una visitante regular en mi vida. Yo la veo llegar, con razones o sin ellas, calladita y pesada a veces; envuelta en mar, otras. Y muchas veces peleé para sacarla. Le dí argumentos para que entendiera por qué no debía estar aquí, le mostré las alegrías que llenan mi vida, le escupí en la cara con rabia, le fui indiferente. Nada funciona. Es como si se estacionara un elefante en la mitad de mi pecho y simplemente se queda ahí, hasta que se va. En esos días es más difícil salir de la cama, es más difícil escribir. 

¿Qué hago con tanta tristeza?

Durante meses tuve unos sueños bastantes similares entre sí. Ahí, en ese lugar irracional, encontré una pista. Soñaba con agua (a veces era un mar precioso, otra, solo una piscina muy, muy profunda). Yo flotaba tranquila hasta que algo (un animal o la certidumbre de una profundidad insondable) me obligaba a salir del agua. Y me quedaba con ganas de seguir flotando, porque yo lo que quería era seguir ahí, en ese lugar que daba un poco de miedo, pero que tenía su propia belleza.

Aprender a flotar en la tristeza no ha sido fácil. Para flotar hay que relajarse, hay que entregarse sin luchar. Me ha servido mucho entender -y sobre todo recordar- que las aguas de la tristeza no son solo mías, que todos venimos de ese mar, todos lo llevamos dentro. No hay alegría radiante que pueda secar el mar de nuestra tristeza, no hay barco que finalmente no sucumba a sus tormentas, pero cuando logras flotar hay paz y sabes que con un poco de suerte y brisa a favor, terminas tocando alguna costa, en donde te recibe la arena. El secreto, creo yo, es aprender a ir y volver, porque no hay escapatoria posible, no podemos escapar a nuestra propia humanidad. 



Comentarios

Entradas populares de este blog

Más fácil cuadrar una docena de micos* para una foto

Para Michelle