Entradas

Mostrando entradas de agosto, 2015

El síndrome de la página en blanco

Listo. Ya apareció. El síndrome de la página en blanco. No tengo ni la menor idea sobre qué escribir. No sé si exista una sensación peor que la de sentarse frente a la pantalla, con el cursor titilando sin parar y las palabras que no llegan a los dedos. El inicio del fin. -No es que esté buscando tema para una novela, sólo pretendo poner una entrada más en el blog. Una más, por favor-. Le ruego a mi cerebro. No hay respuesta. Y empieza el miedo. El miedo no suele ser un compañero apreciado, pero es leal como él solo. Toma diversas formas: en mi caso suele ser una pequeñísima voz alojada en un sótano de mi cerebro. Maneja unos tiempos infalibles. Cuando me siento a salvo, empieza a murmurar, a veces -lo juro- logro distinguir esa voz entre el ruido de mi cabeza. He intentado todo. Amenazas, encuentros amistosos, charlas dialécticas. No se va. Supongo que no se irá nunca de ahí. Inquilino indeseado. Me pregunto ¿cuándo empezó a crecer? Nunca me he considerado demasiado valiente. Uno de

El imperio de nuestro cerebro: un poco de neurociencia.

Hace poco leía una entrevista a un neurocientífico norteamericano llamado Michael Gazzaniga. A través de experimentos, este hombre había descubierto dos cosas (y díganme ustedes si no les parecen reveladoras): por un lado, la idea de que nuestro cerebro funciona en automático, tomando decisiones a la velocidad del rayo, antes incluso de que nuestra consciencia pueda acceder a ellas. Y, por otra parte, el descubrimiento de que, escondido en una partecita de nuestras cabezas, tenemos una especie de narrador: una voz en off, encargada de dar sentido a todo lo que nuestro cerebro decide.  Así que, según Gazzaniga, el orden en nuestras vidas sería al revés de cómo hemos creído siempre: no sopesamos todo en la consciencia y tomamos la mejor decisión posible, sino que nuestro cerebro hace un cálculo rápido, elige y después nos cuenta que eso que eligió es lo correcto, por esta y aquella razón tan convincentes. Esta descripción me pareció terrible y absolutamente trágica. Un gran golpe a nue

Las cenizas se las lleva el viento

Imagen
Hay historias que por una razón u otra hacen nido en tu cabeza y se niegan a irse. Eso es lo que me pasó con la historia del bisabuelo. Mi bisabuelo se llamaba Juan Clímaco Vélez. Tenía 46 años cuando murió, por allá en la década del cuarenta en Medellín. Tuve curiosidad por saber sobre su vida desde que mi papá me contó que el bisabuelo había sido periodista. Yo soy periodista, en una familia en la que quienes lograron estudiar se convirtieron en abogados o contadores, así que era inevitable sentir que algo me unía a ese bisabuelo desconocido. Incluso recuerdo una vez -habrán pasado más de diez años- cuando mi abuela, una de las híjas de Juan Clímaco, me miró y me dijo: “mira dónde vino a brotar la vena”. Así resultaba que yo, al tomar una decisión libre, había terminado sellando un destino que, al parecer, fluía en mi sangre. Fue esa sensación de predestinación la que me unió con fuerza a la historia del bisabuelo Clímaco. Pero también la curiosidad. Mi papá me había conta

Delirios místicos.

"Si ya no puedes creer en el Dios en que antes creías, esto se debe a que en tu fe había algo equivocado y tienes que esforzarte en comprender mejor eso que llamas Dios. Cuando un salvaje deja de creer en su dios de madera, eso no significa que no hay Dios, sino que el verdadero Dios no es de madera.” Esta frase de Tolstoi la tengo anotada en un cuaderno desde hace más de 15 años. Cuando uso la palabra "Dios" tengo problemas, porque a aparecer la imagen de un viejito barbudo que hace rato dejó de convencerme. Creo que tenía 12 o 13 años cuando el delirio místico se adueñó de mi vida. Lo juro. Puede sonar extraño ahora, pero a esa edad, solía sentarme en mi cama por las noche a rezar con fervor el rosario. Imagino que entre la oleada hormonal preadolescente y el abandono de las seguridades de la niñez, necesité un poco de ayuda del más allá. Pero un par de años después ese dios al que celebrábamos en el colegio, al que me obligaban a contarle mis pecados, el que sup

Si puedo elegir, viajo por tierra.

Imagen
Hace unos días, mientras entrevistaba a una chica de 21 años, descubrí que tengo un "qué habría sucedido si..." colgando en mi vida. Cuando decidí venir a Buenos Aires, mi primer impulso era hacer el viaje por tierra. Podía sentir el gustito de la aventura, la energía de la incertidumbre, el placer de estar sola en un lugar extraño. No lo hice. Pensé en mis padres, en los peligros de la carretera, en la muerte esperando en un lugar desconocido, en un asalto en el que perdía todo mi dinero y que me obligaba a la indigencia. Así que, de manera muy sensata, me tomé un avión y seis horas después aterricé en el sur del continente. De eso hace ocho años y resulta increíble que mi cabeza aún hoy se siga preguntando "qué habría sucedido si...". Es una sensación incómoda. Hasta confieso que, mientras entrevistaba a la chica esa que ya se había recorrido medio globo, sentí envidia. La envidia tiene mala fama. Es de esas cosas que, se supone, uno no debería andar sinti
Siempre me dije que quería tener un blog. Pero esa idea -como muchas otras más- se convirtió en una de esas cosas que se aplaza  ad infinitum . A eso me acostumbré de un tiempo para acá. A querer algo y luego, al divertido juego de encontrar mil excusas para no hacerlo/tenerlo/concretarlo. Esa fue mi crisis de los treinta (que parece continuar aunque estoy por cumplir treinta y dos): la pérdida del coraje adolescente -ese que te hace creer que puedes hacer cualquier cosa, cualquiera, y salir ileso- y el encuentro con todos los fantasmas que habitaban mi cabeza (y que, al parecer, decidieron comprar un altavoz cuando se terminaban mis veinte). Así que aquí estoy, teniendo por fin el blog tantas veces deseado y por tanto tiempo aplazado. Antes de hacerlo, como hago siempre gracias a mi precavida cabeza, leí todo lo que había que leer sobre el tema: las reglas para hacer un buen blog, cómo elegir un título y no morir en el intento. Y ahora me doy el lujo de no seguir nada de lo leído. Por