¿Cómo encontrar la paz mental pelando papas?

"No esperando ganar y no temiendo perder somos libres de dar y de recibir"
(En defensa de la felicidad. Matthieu Ricard)


"Estoy loca". Ese fue el primer pensamiento que cruzó mi cabeza cuando empecé con mis diez días de servicio en el centro de meditación vipassana. Tenía un mes de vacaciones y yo había decidido pasar un tercio de ese tiempo pelando papas, rallando zanahoria, lavando pilas interminables de platos, limpiando un baño. El diagnóstico no podría ser otro: definitivamente, estoy loca.

Debo decir que fui sin saber muy bien por qué o a qué iba; atravesé el proceso como quien viaja durante diez días por una selva tupida, agreste y bella; y regresé feliz -sí, feliz y además relajada y descansada- pero sin entender muy bien qué era todo eso que había vivido. Mi cabeza, que se toma sus tiempos, ha empezado a arrojar luces sobre esta última cuestión.

Hace más de un año tuve mi primer encuentro con la meditación vipassana. Durante esta experiencia, me había sentado a meditar durante once horas al día, por diez días seguidos. El resultado: un viaje de autodescubrimiento incomparable, con visos de vacaciones (aunque no todo el tiempo, pueden leer sobre esta vivencia aquí). Así que pretendía repetir la experiencia pero, al intentar inscribirme, descubrí que ya no había cupos. La única opción disponible era ir a prestar servicio. No lo pensé mucho. Cuando llegué, dimensioné el tamaño de la tarea y pensé que no había nada más alejado a unas vacaciones. Pero ya estaba ahí.

¿Cómo es posible que después de diez días de trabajo duro (y si que lo fue) uno termine con una sonrisa de oreja a oreja? ¿De dónde salió esa sensación de felicidad y tranquilidad que me embargaba el último día? ¿Cómo había hecho para llevarme bien con un grupo de diez desconocidos, junto a los cuales trabajaba día tras día, desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche?

El principio no fue fácil. Los tres primeros días descubrí que había llevado de paseo a todos mis demonios y fantasmas. Me sentía vigilada en cada paso que daba. Mientras cortaba tres kilos de tomate, mi cabeza me preguntaba qué carajos estaba haciendo yo ahí y me acusaba de perder el tiempo. Mientras horneaba un budín me aterraba pensando en lo mal que iba a salir. Al poco rato, las críticas internas se trasladaron al exterior: el comportamiento de una compañera me resultaba insoportable. Quería gritarle o salir corriendo de la cocina. Todos mis miedos, mi exacerbada búsqueda de control, mi perfeccionismo que crece hasta la parálisis, toda la oscuridad que vive en mi cabeza, dijo presente en esos tres días.

Pero llegó la meditación al rescate. Un consejo sencillo, escuchado mil veces antes, me puso justo en donde debería estar: en el presente. "Concéntrate en lo que estás haciendo, cuando cortes tomate, corta tomate; cuando laves los platos, lava los platos; cuando limpies el piso, limpia el piso. Haz todo con atención y amor". Eso me pidieron. Eso intenté hacer.

Cada vez que cortaba un tomate y mi cabeza me quería llenar de pensamientos, yo miraba ese tomate como si no existiera nada más en el mundo, como si mi salvación dependiera de ese instante. El tomate, el cuchillo y yo, cortando una rebanada tras otra, una más, otra más. Podía escuchar los pensamientos agolpándose en la cabeza, pero los ignoraba. Una rebanada, otra rebanada. Cortaba perfeccionando mi tarea, atenta a cada movimiento. Cada acción, por minúsucla que fuera, se convirtió en un ancla, un diminuto salvavidas en medio de la tormenta de mis pensamientos. Y poco a poco pude ver cómo la tormenta se desvanecía.

Diez días de práctica para descubrir que si cada vez que hago algo, lo que sea, pongo toda mi atención en eso, el miedo (el bendito miedo de siempre) empieza a disolverse. Diez días cortando tomates con toda la atención posible, para entender que si estoy aquí y ahora, todas mis máscaras empiezan a caer: ya no importa quién fui, o quién quería ser, ya no importa todo lo que planeé y no logré, ya no importa lo que vendrá, con todas sus incertidumbres. Diez días lavando el piso con toda mi atención puesta en el trapero para descubrir que el tamaño de mi tarea no es importante, que solo debo hacer: a veces lo que quiero, a veces solo lo que puedo y otras, las más, lo que tengo que hacer. Diez días fregando pilas y pilas de ollas para descubrir que aquí, ahora y muy dentro de mí, hay una paz que me hace sonreír sin razón. Diez días lavando lechuga para entender que sin máscaras, sin pretensiones, me puedo relacionar mejor con otros, respetando lo que son y respetando lo que yo soy. Diez días para olvidar todo lo que creo que soy, todas las etiquetas que fui adhiriendo a mi existencia.

Ha pasado un mes desde que regresé a mi vida real. No es fácil ver y recordar todos los días, en la cotidianidad, lo que ví en esos diez días. Pero ahora sé que está ahí. Y nunca voy a dejar de buscarlo.








Comentarios

Entradas populares de este blog

Más fácil cuadrar una docena de micos* para una foto

Para Michelle