De papás reales, papás imaginarios y golpes contra la vida.

Hace unos años (no vamos a decir cuántos para que no se me caiga el documento de identidad) había terminado la universidad y me encontraba un poco perdida sobre lo que traería el futuro. Había hecho todo como debía: había sido muy buena estudiante, había sacado buenas notas y ahora estaba ahí, con el diploma bajo el brazo, sin trabajo, con unas ganas enormes de seguir estudiando y sin un peso. Pensaba que la vida me estaba traicionando. Si yo había hecho todo lo que mandaba el manual, ¿por qué ahora no obtenía algo -una oportunidad, una mano amiga, una beca, ¡algo!-? La desilusión era enorme y por un momento -¿días, semanas?- me paralicé.

Supongo que fui muy llamativa en ese momento, imagino que se me veía la cara de confusión cuando un día mi papá entró a mi habitación y me dijo algo que sé que no se me va a olvidar, fue algo así como un cachetazo de realidad. Él dijo: "Nadie, nunca te regaló nada, por qué sentarse a esperar ahora". Imagino que lo miré con asombro. Era verdad.

Cuando entré a estudiar en la universidad, la situación económica en mi casa era terrible. Seguro en ese momento no la percibía con tanta claridad, pero hoy la recuerdo con fuerza: no estoy segura si mi mamá trabajaba, pero si sé que mi papá era el sustento económico principal de un hogar de cinco. Había comprado un negocio y al poco tiempo había quebrado. Mi papá me daba la mesada diaria medida y fue en esa época en que aprendí a pedirle al conductor del bus que me llevara "en $500" (algo así como la mitad de lo que realmente costaba el pasaje), a compartir el almuerzo de la cafetería universitaria con una amiga o a pedirle a "Pollo" -el chico de la fotocopiadora- que me prestara los originales de las lecturas obligatorias, para leerlos, tomar apuntes y devolvérselos. Yo tenía 17 años y la inconsciencia de un cerebro adolescente: me las arreglaba como podía y, con todo, lograba ahorrar $300 pesos para juntar con mis compañeros y tomarme una cerveza el viernes por la tarde, así que, en ese momento, todo el asunto me preocupaba poco.

Luego me conseguí un trabajito en la universidad y con eso, ayudaba a pagar el semestre. Un año, gracias a un hermoso trabajo de radio, logré -junto con unas compañeras- ganar un premio que incluía dinero en efectivo. Ese premio pagó el semestre -que ya promediaba la mitad, cuando lo pude pagar- y con lo que sobró me compré un shampoo y un acondicionador Sedal para pelo liso.

Me gradué y esperaba que todo, mágicamente, cambiara. Pero no cambió. Tardé un par de meses en enganchar un trabajo. Y en medio de esa incertidumbre, las palabras de mi papá retumbaron en cada una de las células de mi cuerpo: "Nadie, nunca te regaló nada, por qué sentarse a esperar ahora". Supongo que son verdad en más sentidos de los que puedo imaginar. Hace una semana que esas palabras me dan vueltas en la cabeza.

La situación social y política en Argentina es, para decirlo al modo argentino, un quilombo. Tan solo en mi rubro, el periodismo, el otro día se vivió una situación sorprendente y casi absurda. Una importante revista sacó una vacante buscando un editor. Un solo puesto de trabajo, dos mil currículum recibidos. Mil novecientos noventa y nueve personas, y yo, compitiendo por un único laburo. Es solo un ejemplo. Hay cientos.

Y en medio de todo ese quilombo, mi cabeza empezó con sus viejas diatribas y miedos. La sensación de ser totalmente inadecuada para encarar este mundo, las dudas de siempre, los monstruos que acechan en mi cabeza, la parálisis otra vez ahí, apoderándose de mi cuerpo.

Mi papá, el real, está a siete mil kilómetros de mi casa. Pero mi papá interno (ese que habita en mi cabeza, hecho de partes de papá real y de partes de invención mía, con tanto de bueno, como de malo) se paró frente a mí y dijo lo suyo: "Nadie, nunca te regaló nada, por qué sentarse a esperar ahora". Como dije, esta frase es cierta en más sentidos de los que ahora puedo entender, pero tiene una parte de mentira. A mi alguien sí me regaló algo, algo intangible e invaluable, un saber que voy a llevar conmigo para siempre. Y ese alguien fue mi papá.



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