¿Soy una persona mejor después de haber aprendido a meditar?

¿Me estaré acercando a la iluminación? ¿Encontraré algún nirvana, algún cielo interior? ¡Naaaahhhh, ni ahí! Dos horas de colectivo en Buenos Aires e interiorizás eso de "la ciudad de la furia". Y la remás para no caer en el desespero con un presidente (mal) bailarín (haciendo sus pasitos coquetos sobre nuestras cabezas y bolsillos), una perspectiva laboral comodamente posicionada en la incertidumbre y un cerebro que se obstina en recordarte que ese "doña" que te dijeron la semana pasada va en serio, muy en serio.

Esa cosa de ser adulto, entender que ya no vas a cambiar el mundo y encontrar el equilibrio entre los sueños y la realidad sin morir en el intento, pone nervioso a cualquiera. Respiro profundo.

Pero bueno, han pasado tres meses de mi retiro para aprender a meditar y es hora de hacer un balance. Para algo tiene que haber servido, ¿no?

No voy a mentir: mi disciplina sigue siendo intermitente. Sentarse dos horas, cada día, y concentrarse en la respiración es algo difícil de encastrar en la rutina. Así que hago lo que puedo. Cuarenta minutos a la mañana, tres turnos de veinte minutos repartidos en el día. Es gracioso notar cuánto me cuesta tomar la decisión de sentarme y cuánto disfruto finalmente cuando lo hago. No entiendo muy bien de dónde sale la pereza y el rechazo, si en el fondo sé que me gusta mucho. Pero bueno, para contradicciones internas estamos todos, ¿no? Así que simplemente agradezco cuando logro hacerlo, me regaño un poco cuando lo abandono un par de días y vuelvo a comenzar. Me tengo paciencia, como un maestro de escuela a un niño caprichoso.

Te dicen que meditar es simple: te sientas, cierras los ojos, pones tu atención en la respiración. Listo, estás meditando. Pero el cerebro es indómito y se niega a centrar su atención. Dos segundos y ya estamos en otro lugar, en otro tiempo. El verdadero reto está en entender que esa es la naturaleza de nuestra mente, no podemos luchar contra ella. Así que simplemente volvemos a la respiración una y otra vez. Y el secreto, según voy descubriendo, es la manera en que llevas tu atención de vuelta a la respiración: no se fuerza, no hay enojo, se conduce con suavidad. Eso es lo complicado, al menos para mí, porque estaba acostumbrada a tratarme internamente a los gritos y patadas.

Así que me siento, pongo mi atención en la respiración, recuerdo que tengo que comprar leche, regreso a la respiración, uno, dos segundos, imagino cómo va a ser la entrevista que tengo mañana, regreso a la respiración, me aburro, me pregunto si ya han pasado cinco minutos por lo menos y regreso otra vez, diez veces, cien veces, las que sean necesarias. Al final, no importa si sólo estuve diez segundos al tanto de mi respiración y me pasé los otros diecinueve minutos y cincuenta segundos yendo y viniendo en la maraña de pensamientos. Me digo: no hay manera de hacerlo mal (salvo no hacerlo).

Un día, con suerte, me siento y encuentro ese lugar que describen los textos budistas: me convierto en un lago, de agua cristalina, que refleja todo a su alrededor sin inmutarse. Mis pensamientos son una brisa que viene y va, diluyendo el reflejo por unos instantes, pero este regresa si observo el tiempo suficiente. Al día siguiente me siento de nuevo, feliz, dispuesta a encontrar ese lugar otra vez. Pero no está. Me revuelco en mis pensamientos, vuelvo diez segundos a mi respiración y me pierdo nuevamente. Y a pesar de todo, estoy meditando. Encontrar la fuerza para hacerlo día tras día, sin importar qué tan bien me sienta, sin importar qué tan mal me sienta, ese es mi trabajo.

Es una hora, o veinte minutos, sólo para mí. Es mi tiempo de nada, fuera de este mundo loco, lejos de presidentes que promulgan decretos a mansalva, de comentaristas anónimos que odian a los extranjeros que estamos robando su dinero, lejos de todo el ruido de la calle.


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