El iracundo Gandhi y el mujeriego Martin Luther King

Hace tiempo, alguien que conozco empezó a meditar con un maestro, en algún templo zen de la ciudad. Al terminar su primera clase, se llevó una enorme sorpresa al cruzarse a su maestro fumando en el jardín. ¿Cómo era posible que su maestro zen fumara? ¿En qué clase de maestro lo convertía ese acto? -En un maestro humano-, respondí sin convencerlo.

Quién sabe por cual extraño mecanismo de nuestro cerebro vivimos buscando referentes perfectos, midiéndonos con reglas en las que no vamos a encajar, para luego andar por ahí dándonos latigazos en la espalda por nuestra insuficiencia.

El otro día leí que Gandhi tenía un malgenio insoportable, que salía a relucir constantemente con su mujer y que Marthin Luther King era un Don Juan empedernido. Pero a nosotros nos gusta mucho más la imagen de un guía hecho de pura paz y rezumando armonía por cada poro. Como si sobreponernos a nuestra propia humanidad, aunque sea por un instante, no fuera un acto de suficiente valentía.

Obviamente, si establecemos en un nivel casi etéreo nuestro ideal, resulta muy probable que perdamos pronto la pelea, que desistamos cuando no encontremos esa perfección en nosotros (porque, no sé ustedes pero yo he estado mirando bien adentro y no encuentro nada que se parezca a la santidad).

Y así, ese mismo parámetro lo usamos para todo. Nos exigimos ser intachables, nos agotamos y agotamos a los demás en una búsqueda que no tiene fin y fallamos. Sé lo agotador que resulta este ejercicio, porque lo he hecho cada día de mi vida: decirme cómo debería ser, cómo debería actuar y hasta cómo me debería sentir. Y no llegar nunca. También es algo que veo en muchas mujeres que me rodean: intentando ser la madre perfecta, la esposa perfecta, la amiga perfecta, terminan enredadas en las cadenas que ellas solitas se han impuesto.

(Pausa. Si aún no han visto la última temporada de Black Mirror -¡¿cómo pueden vivir sin haber visto la última temporada de esa serie?!- les recomiendo el primer capítulo. Cualquier parecido con nuestro instagrameable mundo debe ser coincidencia.)

A mis 20 años tenía una idea bien delineada de lo que sería mi futuro. Había planeado el apartamento que compraría, la maestría que terminaría y hasta el perro que adoptaría. Día tras día planeado, hasta llegar a los 32, edad que me parecía apropiada para tener un hijo. Más o menos así iba el plan, hasta que falló. Hoy tengo 33, pago alquiler, esa maestría no fue y no tengo un perro, ni un hijo. Cuando miro para atrás sonrío a la veinteañera que fui. Cuando miro a mi presente, agradezco no haber seguido ninguno de mis aburridos planes perfectos.

Hacer planes perfectos es una habilidad que practiqué durante años. Pero cuando estos chocaron con la vida, lo único que logré fue una depresión astronómica. Me tomó otros años aprender el sutil arte de echar todo a la basura y arrancar de cero. Pero no hubo otro camino posible cuando la realidad barrió toda esa pseudovida que solía proyectar en mi cabeza. No he dejado de armar planes (uno no deja de ser lo que es), pero aprendí a ensillar el caballo e ignorar el plan. Por si me olvido, recibo un recordatorio -tipo cachetazo cósmico- cada vez que me acomodo segura en mis vidas minuciosamente imaginadas.






Comentarios

Entradas populares de este blog

Más fácil cuadrar una docena de micos* para una foto

Para Michelle