Delirios místicos.


"Si ya no puedes creer en el Dios en que antes creías, esto se debe a que en tu fe había algo equivocado y tienes que esforzarte en comprender mejor eso que llamas Dios. Cuando un salvaje deja de creer en su dios de madera, eso no significa que no hay Dios, sino que el verdadero Dios no es de madera.” Esta frase de Tolstoi la tengo anotada en un cuaderno desde hace más de 15 años. Cuando uso la palabra "Dios" tengo problemas, porque a aparecer la imagen de un viejito barbudo que hace rato dejó de convencerme.
Creo que tenía 12 o 13 años cuando el delirio místico se adueñó de mi vida. Lo juro. Puede sonar extraño ahora, pero a esa edad, solía sentarme en mi cama por las noche a rezar con fervor el rosario. Imagino que entre la oleada hormonal preadolescente y el abandono de las seguridades de la niñez, necesité un poco de ayuda del más allá. Pero un par de años después ese dios al que celebrábamos en el colegio, al que me obligaban a contarle mis pecados, el que supervisaba mi vida como en una película de espionaje, me quedó chico. Me molestaba sobremanera la mala leche que parecía mostrar todo el tiempo: estando en el paraíso, había decidido poner un monumental árbol lleno de apetitosas manzanas, con la expresa prohibición de no tocarlas. ¡Que egoísmo! Si lo quería para él solo, ¿por qué poner el árbol ahí? ¿Por qué hacerlo tan tentador? Y luego seguían todas esas historias de furia vengativa, de misericordia selectiva. No. Si ese era dios, no era para mí.
No me convertí en atea porque me molestan los absolutos y la idea de afirmar, sin dudas, la inexistencia de dios, me parecía tan absurda como la contraria.
Así que he sido agnóstica desde entonces: si dios está por ahí, en alguna parte, seguro que podía prescindir de mis halagos y atenciones. Y yo podía vivir sin él. Al menos eso creía. Pero no es fácil andar por la vida tan solitario, todos lo sabemos. 
Últimamente leo mucho a Joseph Campbell, un escritor norteamericano experto en mitos. Años y años de recorrer el mundo, escuchando todas las historias que nos hemos contado para darle sentido a nuestra existencia, lo han convencido de la innegable necesidad que tenemos de lo sagrado. El asunto sería que -en definitiva- necesitamos creer en algo. Sin eso, al parecer, estamos perdidos. (Y no sé a ustedes, pero cuando veo a mi alrededor no me resulta difícil creerlo).
“El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso". Palabras de Borges. Cuando perdimos el mito, el lugar que ocupaba en nuestra vida lo sagrado, perdimos el sentido. Y continúa: "Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad”. "Nuestro hermosos deber", dice Borges, es imaginar. Nuestro hermoso deber es crear el laberinto y el hilo, crear el mito y creer.
"Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Sólo mediante el amor y la amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos". Aquí es Orson Welles, el que viene a rescatarnos. La clave está en la palabra "ilusión". Una ilusión puede ser tanto una "representación sin verdadera realidad, sugerida por la imaginación o causada por engaño de los sentidos" (dice la RAE), como una "esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo". Me quedo con la segunda acepción. Si lo que que nos queda es la ilusión, bienvenida sea.



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