Cara/sello

Ayer leí una historia que me hizo recordar algo que había vivido. Mi historia y la que leí eran caras de una misma moneda, diferentes, pero relacionadas.

La contracara de mi historia, iba así: la mujer, la narradora, está en Nueva York, pleno invierno. Se sube a un colectivo, rebosante de gente que vuelve del trabajo, con frío y cansada. Se puede sentir la tensión en el ambiente, nadie mira a nadie, cada uno refugiado en su propio cuerpo, con sus propias preocupaciones y problemas. Se sube una mujer embarazada y todos fingen no verla para no cederle la silla. De pronto, el conductor habla por el altavoz (no sabía que en Nueva York los buses tenían altavoz). Y dice algo así: "Buenas tardes, por sus caras sé que han tenido un día difícil, así que les hago una propuesta. En cada parada voy a extender mi mano y, quienes deseen hacerlo, pueden poner en ella todos sus problemas, así no tienen que cargar con ellos a casa. Al final del recorrido del colectivo voy a pasar por el río Hudson, ahí voy a arrojar todos los problemas que recoja esta tarde". Todos en el colectivo se miran extrañados y después, sonríen. Al llegar a cada parada, el hombre extiende su mano y cada pasajero hace el ademán de entregarle sus problemas. Parece un acto con poco sentido, pero en su simpleza, logra su cometido: la gente se baja con una sonrisa.

Mi historia, el revés de esta, pasó hace unos años. Era uno de esos días de verano pegajoso (si conocen Buenos Aires, saben a qué me refiero). Iba en el colectivo después del trabajo, hacinada, respirando una sopa de alientos y sudores ajenos. En esa entonces trabajaba como camarera en el restaurante de un hotel. Odiaba mi trabajo, odiaba las decisiones que me habían puesto en ese lugar, odiaba mi vida. Y hacía muchísimo calor. El colectivo se movía lento, no corría aire por las ventanillas, los pasajeros éramos un cúmulo de malas caras a punto de explotar y el conductor estaba en modo patán: en cada parada, nos gritaba de mala manera para que nos acomodáramos mejor y nos apelmazáramos un poco más, mientras los que se empeñaban en subir, empujaban. Una lata de sardinas con sobrecupo. En una de esas tantas gritadas y empujadas, explotó mi cable a tierra: "¿Qué es lo que creés? No estás transportando vacas, ¡pelotudo!", grité desde el medio del colectivo, en mi mejor acento porteño. Y ahí se armó. Mi queja desató otras voces de protesta. Desencajadas, sudorosas y agresivas, las puteaban cruzaban de un lado a otro hasta que el colectivero amenazó con bajarse y no llevarnos a ningún lado. Me callé. Todos nos callamos. Pensé que si terminaban linchando al conductor iba a ser por culpa mía y un par de cuadras después me bajé, sorprendida de mi propio poder para engendrar el caos.

Cuando leí la historia ayer no podía dejar de pensar en mi anécdota de hace años, en lo simple que puede ser prender una mecha y hacer estallar todo por los aires, y en las pocas veces que se me ha ocurrido lo contrario. Regalar una sonrisa, un buen gesto, un poco de calma, no es tarea fácil. Pero estaría bueno intentarlo.
 

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