Entre el tarifazo generalizado, los miles de despidos y la repetición constante de lo "dura que está la situación" es difícil no entrar en pánico en Argentina.
Hace ocho años vine a vivir acá. Recuerdo la ciudad brillando con los primeros soles de la primavera, los jacarandas coloreando las avenidas, los parques cubiertos de alfombras rojizas. Era el espejismo de quien soñaba con ansías salir de su país. Veía sólo lo que quería ver, me demoré meses en descubrir esa otra Buenos Aires que ni siquiera estaba tan escondida. Sólo era cuestión de alejarse algunos kilómetros del centro para ver cómo los recursos disminuían exponencialmente. Los palacios art noveau, las enormes galerías, las columnas griegas, los cuerpos esculpidos, daban paso a bloques de apartamentos deslucidos por el tiempo y, un poco más allá, a casitas precarias entremezcladas en pasadizos laberínticos. Ahí vivían los "negros", que lo eran menos por el color de su piel como por el hecho de no encajar en esa ciudad que se creía tan blanca.
Buenos Aires, lado B, con sus enormes diferencias entre el centro y la periferia. La ciudad que se había construido sobre la idea de civilización y barbarie.
Y aún así, amé esta ciudad. La sigo amando, como sigo amando a este país contradictorio. Dos cosas me han resultado admirables en estos ocho años: la incansable lucha por la memoria y la infinita capacidad de lucha. Yo, que vengo de un país amnésico y de una sociedad en la que luchar no es la costumbre dominante (y me refiero a luchar en público, cortando calles, buscando ser escuchado y no esa queja privada que se acompaña de una inacabable capacidad de sacrificio). Me gusta ver parques de la memoria, museos de la memoria, televisión de la memoria. Y me gusta también ver cortes en la calle, luchas de mujeres con pañuelos blancos atados a la cabeza y hasta luchas más individuales que, para mí, resultaban asombrosas: empleados que se iban a su casa al terminar su horario porque querían estar con sus familias, familias que se tomaban vacaciones (la mía, en Colombia, nunca supo lo que era eso).
Y ahora, estamos acá: 2016, un presidente de derecha en el poder, tarifazos, desempleo, medidas que abiertamente benefician a quienes más tienen, el presupuesto de mi casa que ya no alcanza como antes, la cara de incertidumbre de mis amigos y esa idea, tan nefasta, de que "esto pasa en Argentina cada diez años", normalizando la situación como si se tratara de una espiral histórica inevitable. Es imposible no sentir miedo. Yo que vengo de un país en donde nos va mal, pero es siempre igual, no sé muy bien cómo se surfea en esta tormenta. Me preocupo por mi y por los que sé que están peor (que son muchos según los últimos índices -34,5% es el índice de pobreza publicado por la UCA en marzo-). Pero sigo confiando en eso que me enamoró de este país, en la memoria, en la capacidad de lucha. Quiero estar aquí cuando la paciencia se acabe, cuando el país se tambalee. Quiero estar cuando las calles se llenen de gente, quiero ver cómo se levantan de las cenizas de este incendio generalizado.


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