Como sobreviví lejos del mundanal ruido

Me fui diez días a un retiro de meditación. Sin celular, sin acceso a internet, sin contacto con el mundo exterior y asumiendo un voto de silencio que incluía el cortar cualquier comunicación con quienes me rodeaban y me refiero a cualquiera: miradas, gestos, sonrisas.
Lo hice por dos razones: quería aprender una técnica particular de meditación, y así es como la enseñan, y quería tener tiempo para mí, sólo para mí.
Quisiera empezar por el final. Antes de contarles algunas de las cosas que viví, les cuento una de las conclusiones a las que llegué tras esos días: todos deberíamos poder tener tiempo para nosotros, sólo para nosotros. No me refiero a que todos deban tomar un curso así y hacer un retiro, pero encontrarse con uno mismo, debería ser un derecho fundamental. Mejor aún, un regalo que nos permitiéramos más seguido. Con toda nuestra energía volcada hacia el exterior, bombardeados por millones de mensajes, charlas, encuentros, vivencias, es fácil perderse de lo que pasa en nuestra propia cabeza. Reconocemos nuestra locura cuando esta sale a la luz de manera intempestiva, como una tormenta incontrolable. Huimos de nosotros mismos y así, nos perdemos. Recoger nuestra energía y mirarnos, nos reconecta con nuestro propio mundo. "Conócete a ti mismo" suena a cliché hasta que te sientas e intentas hacerlo. Un viaje. Atemorizante, conmovedor, triste y alegre, doloroso. Pero sobre todo, asombroso.
Así empezó mi propia travesía. Hace dos años conocí a alguien que me habló por primera vez del Vipassana, un técnica de meditación milenaria que se enseña en un retiro de diez días. Lejos de la ciudad, del ruido, te sometes voluntariamente a una disciplina estricta: un gong resuena a las cuatro de la mañana y te levanta a un día planificado de meditaciones (unas 11 horas en total) y tres comidas vegetarianas (desayuno a las 6 de la mañana, almuerzo a las 11 y una merienda de fruta y té a las 5 de la tarde). Mis preocupaciones al llegar eran: la inminente posibilidad de morir de hambre (yo no soy vegetariana y suelo comer con una avidez cercana al desespero) y no lograr cumplir el voto de silencio. Día tras día clavé la mirada en el piso o en el paisaje para no hablar con nadie (hasta el extremo de descubrir, al cuarto día, que desconocía totalmente la cara de muchas de mis compañeras, incluso de las dos que dormían a mi lado). Día tras día comí esperando que la tormenta de la ansiedad provocada por el hambre se desatara. Me equivoqué. Esas no eran, ni cerca, las cosas más difíciles que atravesaría.
Nada más sentarte, el asunto de meditar puede tomar tintes trágicos: con el paso de los minutos, el mullido cojín se convierte en una plancha metálica al rojo vivo que se clava en la piel, el cuerpo se rebela, el dolor agobia, la mente divaga -a veces traviesa, a veces traicionera y otras, asesina-.
¿Qué hago acá, perdiendo mi tiempo sentada? ¿En qué momento se me ocurrió esta locura? ¿Por qué carajos no soy capaz de sentarme en paz durante una hora? ¿Qué hago pensando en esa película que ví una sola vez hace diez años y ni siquiera me gustó? ¿Alguien podría callar al tipo que repite "comenzad de nuevo, comenzad de nuevo" por el parlante? ¿Me voy a volver loca?
Lo peor era abrir los ojos durante la meditación grupal y ver a setenta personas sentadas a mi alrededor, inmutables, como robles. ¿Acaso nadie sufría? ¿Soy la única que no puede meditar? ¿No puedo tener un minuto de paz en esta cabeza parlanchina e hiperactiva? No lo sabía en ese momento, no podía verlo, pero quienes me rodeaban campeaban sus propias tormentas, luchaban contra sus propios dolores, sofocaban sus propios miedos, sufrían sus fracasos. Éramos como mares diminutos, con olas enormes y cielos relampagueantes, sucediendo en la profundidad de nuestro propio ser.
Lo único que si ví, era que a la entrada de la sala de meditación no parecíamos meditadores a punto de sentarse, sino atletas preparándonos para participar en una maratón: todos estirábamos los músculos intentando aliviar el entumecimiento, esperando -odiando por momentos- el gong que marcaba el inicio de la competencia.
Algo que nos dijeron con insistencia y que recuerdo como una verdadera revelación, es que cada uno aprendería sólo lo que le dictara su propia experiencia. No se trataba de intelectualizar nada, no íbamos a pensar (por mucho que lo hiciéramos), no teníamos que esforzarnos por entender (por mucho que lo hicimos). Las enseñanzas fueron cayendo como baldados de agua sobre nuestros cuerpos, al atravesar todo el proceso. Al hacerlo, resultaban tan obvias, tan naturales, tan de "sentido común" que uno se asombraba de no haber entendido antes lo que ahora resultaba tan claro. Uno de mis "momento de claridad" sucedió una noche. Llevaba dos días cojeando por una contractura en el gemelo derecho. Me sentaba a meditar y sentía el hormigueo insoportable que iba creciendo hasta comvertirse en un martilleo metálico que amenazaba con hacer explotar mi pierna. Tras dos días, estaba muy enojada conmigo -por someterme a semejante tortura-, con la organización, con el mundo. Así que fui a quejarme con el maestro en el espacio para preguntas que se abría cada noche. ¿Por qué nadie me había advertido de este dolor? ¿Me debía empezar a preocupar por mi salud? El hombre -menudo, siempre sentado en su perfecta posición de loto y sonriente- me dijo lo que ya había escuchado mil veces: "Observa tu dolor. No es nada grave, no es que estás jugando al fútbol o corriendo, sólo meditando. Observa tu dolor". Me levanté, indignada. Unos, dos, tres, cuatro pasos y me dí cuenta: ya no me dolía. Salí de la sala y me reí de mí, de mi cuerpo, de mi dolor, de mi mente. Y ahí, en ese momento, supe con certeza que el dolor físico, pero también el del alma, puede ser así, fantasmagórico, irreal, pero sobre todo, cambiante, siempre cambiante.
No tiene mucho sentido que les hable de mis "descubrimientos" precisamente porque son míos y cada uno puede tener los suyos. Sólo puedo decir que creo que esta ha sido una de las experiencias más difíciles que he atravesado. Y no puedo evitar sentir asombro, y algo de orgullo (no lo niego), por haber tenido la fuerza de seguir, a pesar de todo, contra todo, confiando siempre en que las cosas iban a mejorar. Así fue. El voto de silencio se terminó el día diez y todo fueron sonrisas. Lo habíamos logrado. Esos diez días -con toda su intensidad- no fueron más que una metáfora de la vida misma, con sus vaivenes, su dolor, su alegría. Empiezas a buscar un camino, te pierdes, retrocedes, avanzas un montón y regresas al punto de partida, te descubres y cambias, aprendes. Algo entiendes, algo minúsculo seguramente, pero es el ancla que andabas buscando para atracar de vez en cuando en algún puerto, cuando en el horizonte se levante la tormenta.
Ayer, al regresar, tenía un mensaje de una amiga escrito hace varios días. Me recomendaba un texto que hablaba sobre un escritor japonés y su hijo, autista, compositor de música. Googlié al escritor y finalmente llegué a una frase suya que cierra perfectamente mi relación con esta experiencia: "Las cosas sólo se pueden entender correctamente cuando se capta su espíritu mismo con pureza, lejos de las palabras e imágenes que las representan". Habrá que leer a Kenzaburo Oe. Habrá que seguir meditando.

Comentarios

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  2. Qué buena experiencia, Magdis. Espero poder un día escucharme como es necesario, pues hasta ahora, por mas que lo intento, creo que no sê cômo suena mi verdadera voz/s. Un gran abrazo. Natalia FR.

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