Mi papá y su primer vuelo en parapente

Ayer, con una maravillosa sonrisa en su cara, mi papá -que este año cumplirá 61 años- me contó cómo había sido su primer vuelo en parapente. Sé que era algo que deseaba hacer desde hace mucho tiempo. Hoy recibo por whatsapp el video y comparto, virtualmente, todo lo que imagino pudo haber sentido ese día: los retorcijones de miedo en el estómago, la sensación de vacío, el mareo cuando se gira tomando una corriente ascendente, el éxtasis cuando finalmente se descubre suspendido en el aire cumpliendo su sueño, la felicidad de saber que saltaste por un precipicio, venciendo todos los miedos que te impone el instinto, para probarte que se puede ir un poco más allá de nuestros propios límites.
Somos una especie extraña, capaz de tantas atrocidades, de tanta maldad y, al mismo tiempo, llenos de una fuerza creadora maravillosa. Queremos dominar y por momentos lo hacemos, nos elevamos por encima de las nubes, llegamos a las estrellas, exploramos la profundidad de los mares. Pero también destruimos el mundo, y con este a nosotros mismos. Hace poco alguien me comentó que en uno de sus viajes a la India se había sorprendido por dos cosas: por un lado, por la increíble tolerancia religiosa que durante milenios ha permitido la coexistencia de centenares de religiones. Y por otro, por los contrastes enormes, la riqueza, la pobreza, exacerbadas sin límites en cada ciudad, cada calle. Supongo que la India, cuya historia se hunde en lo profundo del tiempo, es el ejemplo perfecto de la enorme contradicción que como humanos estamos obligados a cargar en nuestro interior: la posibilidad de la creación, el éxtasis del amor, la fuerza de la empatía, comparten espacio en nuestra alma con la irremediable certidumbre de nuestra capacidad para destruir sin compasión y sin límites.
Viendo a mi papá ayer, sonriendo como un niño, y hoy en ese video en donde vuela sobre Cali, pensaba en todo lo bueno que podemos obtener de la vida, en los múltiples caminos que nos llevan a nosotros mismos, en la enorme fuerza de nuestros sueños, en el valor que se requiere para seguirlos.
No nos ha tocado una época fácil. La fuerza de los acontecimientos que explotan sin cesar en el mundo te deja sin aliento, sin esperanza. Todo el tiempo parece que "si acá llueve, por allá no escampa".
Pero a veces en actos mínimos logramos reconocer todavía todo lo que somos. Ahora recuerdo que hace unos días un anciano de traje se nos acercó a la mesa donde desayunábamos, en un restaurante, a ofrecernos poemas. Le compramos uno y pasó a la siguiente. Un momento después pude ver cómo se acercaba una mujer con unos niños pidiendo limosna. El anciano le entregó uno de los billetes que había recibido por sus poemas.
Recorro las calles buscando esos pequeños actos de bondad: un hombre saluda con cariño a un perro desconocido, una mujer ayuda a una anciana a bajar del colectivo, un joven corre tras una chica para devolverle su bufanda. Me alimento de esos pequeños actos, casi invisibles, en un intento por no perder la fe.
La sonrisa de mi papá ayer y el video de su viaje en parapente me han alegrado el día, me han demostrado que -no importa cuantos años tengamos- siempre podemos ser valientes para intentar lo que deseamos.

 

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