El viaje a Ítaca

Hace un par de semanas una amiga me recomendó un documental titulado "Maidentrip". La película retrataba la odisea (nunca mejor usada esta palabra) de una niña de 14 años holandesa -Laura Dekker- quien decide dar la vuelta al mundo, sola, en una pequeña embarcación. Me senté a verla con una mezcla de sorpresa e incredulidad (¿no parecía acaso irresponsable que a una niña de 14 años le permitieran emprender tal travesía en solitario?), pero todo esto se fue transformando en la más profunda admiración. Admiración por su enorme valentía, por la firmeza de su determinación y por la fuerza que paso a paso fue sumando en su camino. Confieso que envidié a Laura y su maravillosa odisea. Voy notando que la envidia es una de las pasiones favoritas de mi cabeza. Pero le encuentro su lado positivo: la envidia me señala el camino de mi propio deseo. Si bien no es mi intención comprar un barco y circunnavegar el globo, yo también necesitaba tener mi propio viaje, mi pequeña odisea. Y la tuve. La conté en la entrada anterior de este blog. No fue el viaje espectacular de Laura, pero como el de ella, tuvo sus propias tormentas, sus momentos hermosos, sus cantos traicioneros de sirenas.
Es curioso el efecto que un viaje, físico o mental, puede tener en la vida de una persona. Esta semana me reincorporé a mi vida cotidiana y siento que soy la misma sin serlo, siento que me he transformado y sigo siendo tan yo como antes o incluso más que antes. Es difícil de explicarlo.
"Maidentrip" trajo a mi memoria un poema maravilloso de Kavafis, que me acompaña desde hace años, gracias a alguna mano amiga que lo escribió en un papel madera y me lo regaló (nunca he podido recordar quién lo hizo). Dice así:

ITACA
Cuando emprendas el regreso a Itaca,
ruega que el camino sea largo,
lleno de aventuras, de conocimiento.
A los Lestrigones y los Cíclopes,
al irritado Poseidón, no les temas;
no hallarás tales cosas en tu camino
si tu pensamiento es elevado, si una sublime
emoción embarga tu espíritu y tu cuerpo.
A los Lestrigones y los Cíclopes,
al feroz Poseidón, no los encontrarás
si no los llevas en tu alma,
si tu alma no los pone ante ti.

Ruega que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que lleno de placer y alegría
entres a puertos vistos por primera vez;
detente en los mercados fenicios
y adquiere hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano,
y toda clase de perfumes voluptuosos,
todos los perfumes voluptuosos que puedas;
visita muchas ciudades egipcias
para aprender más y más de los sabios.

Ten siempre en tu mente a Itaca.
Tu meta es llegar allí.
Pero no apresures de ninguna manera el viaje.
Mejor que dure muchos años,
y viejo ya ancles en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que Itaca te dé riquezas.

Itaca te dio el hermoso viaje.
Sin ella no hubieras salido al camino.
Pero ya no tiene nada para darte.
Y si la encuentras pobre, Itaca no te ha engañado.
Tan sabio como has llegado a ser, con tanta experiencia,
ya habrás comprendido qué significan las Itacas.

Recordé este poema en alguna de mis meditaciones durante el retiro. Tuve una muy particular en donde, sin saber muy bien por qué, empecé a llorar. No era un llanto espasmódico, como los que suelo tener, sino más bien una caída pausada y constante de agua que se deslizaba por mis mejillas para aterrizar, gota a gota, sobre mis piernas.
La noche anterior nos habían hablado de los "kalapas", las unidades mínimas de materia que componen el universo -según el budismo-  y nos habían dicho que estos surgían y desaparecían en un estado de cambio perpetuo. Así que no fue difícil que, en medio de tantas lágrimas fluyendo, se me cruzara por la cabeza la loca certeza de que mis kalapas alguna vez habían pertenecido a un río. Y yo estaba ahí, sentada en la sala de meditación, mientras mis kalapas recordaban lo que se sentía serlo. Esta idea me tranquilizó. A un río no le duele serlo y por eso mis lágrimas, vinieran de donde vinieran, no eran más que el fluir constante de una corriente, abriéndose paso desde algún recóndito punto y desembocando en un horizonte desconocido.
Como esta, otras experiencias me recordaron lo que durante años he sentido como una necesidad apremiante: la posibilidad de pertenecer a algo más grande.
Yo crecí en una familia católica y estudié en un colegio de monjas, pero mi poca afinidad por la doctrina cristiana me alejó de ese dios en el que muchos buscan consuelo y yo encontraba opresión. He sido agnóstica desde entonces, pero lo cierto es que este mundo tiene suficiente caos como para empezar a resentir la soledad de una incredulidad absoluta.  
Esta posmodernidad -con sus fantasías de interconexión inmediata y total- no me ha hecho sentir menos sola. Para mí, no se trata de tener una religión, sino de encontrar un ancla que le dé algo de sentido a la existencia. Pertenecer a algo más grande, pertenecer para no estar solos.
En mis viajes he sentido esa conexión con la naturaleza, pero también con el pasado de la humanidad. Así me sentí parada frente a las Cataratas de Iguazú, así me sentí en las ruinas de San Ignacio, así me sentí durante el retiro: conectada con algo enorme, trascendente, atemporal. Supongo que es esa la Ítaca que estoy buscando. Supongo que cada uno tiene su propia Ítaca, su propio itinerario de navegación. Así que para despedirme y cerrar este texto me parece pertinente usar una frase de navegantes: "buen tiempo y buena mar".


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