El amor en los tiempos del "no, no acepto".

Mi mejor amigo se casa mañana. Bueno, no. El diría que no, que no es un matrimonio. Es un simple tramite legal. Vas, firmas unos papeles, algo así como un contrato de servicio, y ya está. Fin del asunto. Ya lo dijo varias veces: que no hagamos ningún alboroto, que no es un matrimonio, que es un mero formalismo. Lo dice y lo repite sin parar. Lo entiendo. Yo estoy legalmente casada hace cinco años. Y cuando me iba a casar pensé lo mismo que piensa ahora él: no era un matrimonio, era un trámite cualquiera para acallar los deseos de mi mamá, para sacarme de encima la eterna pregunta: "si ustedes se quieren tanto, ¿por qué no se casan?". Así que fui el día establecido, me senté frente a la notaria y esperé el momento en que tuviera que estampar mi firma en el papel. Nada más. Lo que sucedió en ese momento no estaba en mis planes.
Primero vino el discurso: la mujer nos hablaba sobre la familia, la responsabilidad de la pareja y todas esas cosas. Yo empecé a tragar con fuerza, ¿qué carajos estaba haciendo ahí? Yo, que nunca me había querido casar, ¿me estaba casando o me parecía? La adrenalina empezó su trabajo. Las piernas me decían que era momento de salir corriendo. Obviamente, no lo hice. Pero temblaba. Cada parte de mi se revolvía. Y llegó la hora de la firma. Pero no era firmar y ya, no era era firmar y acabar con esa tortura. No. Había que leer: "Yo Magda Hernández Morales acepto...", no pude decir nada más. Me temblaba la voz, se me escurrían las lágrimas. Auxilio, alguien que me saque de esta pesadilla. Alguien que me explique en qué momento cobró tanta importancia este trámite ordinario. Finalmente, firmé. Y acá estamos.
Lo que me quedó claro ese día fue la fuerza abrumadora del ritual, la potencia de un momento que quise hacer pasar como cualquier otro, cuando no lo era. No importaba lo que yo creyera que iba a hacer o a sentir, el ritual empezaba, seguía su curso y me atrapaba. Éramos los mismos después de firmar el papel, pero durante un momento fuimos otros. Fuimos los encargados de poner una marca en el devenir constante tiempo. De alguna forma, que aún me resulta inexplicable, el ritual había empezado a suceder y había detenido el tiempo mundano -de esto puedo dar fe, no fueron minutos, fueron horas lo que viví en ese momento, decenios de miedo y alegría, de espanto y dicha-.
Yo soy malísima recordando fechas. De hecho, el primer año olvidamos celebrar nuestro aniversario y todavía solemos dudar si el asunto fue el 2 del 2, el 3 del 2 o el 2 del 3 (y la verdad, no me vendría mal fijarme en el papel ese que firmé, para estar segura). Pero lo cierto es que de una forma u otra, habiendo querido o no, tengo que reconocer que el ritual ganó por un instante nuestras vidas, logrando que un momento cotidiano dejara de serlo. Porque -aunque me costara reconocerlo- no estábamos lavando la ropa, ni cocinando, ni siquiera nos estábamos casando para la foto o para la fiesta o para que nuestros amigos y nuestra familia nos vieran, no estábamos rellenando ningún deber social. Simplemente -sin planearlo demasiado- nos estábamos diciendo que nos queríamos, ahí, en ese instante. Nos estábamos diciendo que no sabíamos (seguimos sin saber) lo que nos depararía el futuro, que no creíamos (y seguimos sin hacerlo) en el "felices para siempre" y aún así estábamos en ese lugar, apostando por algo, por la posibilidad de un nosotros.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Más fácil cuadrar una docena de micos* para una foto

Para Michelle